Nacer

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En el amanecer de los tiempos

la mujer se despertó sola.

Su vientre había crecido, hinchado, lleno de la luz de la semilla de su compañero.

La mujer esperó, con los ojos abiertos, en la cálida oscuridad de su refugio. Durante unos instantes, nada. El viento leve, el ulular del búho, la luna llenando el monte de plata. La respiración calmada aún, ausente, del hombre dormido a su lado.

Y entonces volvió el dolor. Atravesó en una ráfaga caliente la cintura, la espalda, los riñones. Expandida unos momentos, la contracción volvió de piedra el vientre. Luego, calladamente como había venido, se fue.

La mujer abrió los ojos de nuevo, el dolor los había cerrado. Los sintió brillar con una luz nueva, magnética, de tierra y de infinito. Sonrió en la noche, a pesar del dolor, por el dolor mismo.

Se sentó en las pieles y miró a su hombre. Aún dejó pasar otro dolor antes de despertarlo, suave, con una mano posada en su pecho.

-Amor

El hombre suspira.

Ya está llegando.

Y le coloca una mano grande, poderosa, en la redondez de su vientre para que pueda notar con ella la dureza de la siguiente contracción.

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Él abre los ojos. Muy abiertos, y la mira. La placidez de la mirada de ella (que se sabe entera, preparada, madura: Todo está encajando en su sitio), le da la tranquilidad que necesita.

A partir de entonces el hombre se crece, se vuelve roble, madera, cáñamo. Se convierte en abrazo de seda y en tronco de árbol, en dura rama de la que poder agarrarse, cuando las contracciones se vuelven gigantes, más allá del dolor.

 

Cada uno hace su viaje. La mujer se eleva, pierde consciencia del tiempo, del mundo, de lo terrenal. Gira con la luna hacia una danza salvaje, dejándose llevar por las dimensiones desconocidas del dolor; abriendo la voz al cielo al mismo tiempo que la matriz hacia la tierra.

El hombre hace crecer raíces bajo sus pies. Las asienta más allá de la tierra, en el centro mismo del mundo, caliente y poderoso; y toma de ahí su fuerza. Se planta sobre el suelo y reclama su poder: El del abrazo en el que refugiarse, el del cuerpo que sostiene, de los ojos que ven por los dos, las manos que sujetan para que ella pueda abandonarse. La acompaña en su dejarse ir, respirando con ella, sintiendo con ella, doliéndose y maravillándose con la misma fuerza, el mismo temor, el mismo poder ancestral de la noche de los tiempos.

Ella siente, desde la otra dimensión, la energía de su hombre sujetándola a este mundo. Sus palabras de aliento, sus besos, la fuerza de sus manos, la dureza de sus músculos que la aseguran al suelo, a la tierra, para no perderse.

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Grita una vez más, y un agua cálida baña su sexo y sus muslos. El hombre pone su mano en la espalda, y siente bajar el calor, la vida.

Ella se agacha. Él la sostiene por las manos.

El dolor adquiere una nueva dimensión. Se vuelve algo concreto, manejable. Hacia abajo, grita todo el cuerpo de ella; empuja. La mujer siente el trabajo del útero, la presencia de la criatura, los labios de la vagina ensanchándose. Empuja una vez más, la respiración contenida, ahora sí, toda la fuerza acompaña al bebé en su camino hacia afuera. La vagina arde un instante.

Ella se toca los labios, y siente en la mano la redondez aterciopelada de la cabeza de su hijo.

-Ya está aquí- , rescata palabras; ella también casi regresa al mundo, toma aliento para un nuevo pujo. Su hombre la mira, respirando con ella, apretándole las manos suave, firmemente: Estoy contigo.

Y en un instante, como un último suspiro, la niña se desliza fuera, suavemente. A él apenas le ha dado tiempo a verlo. La sostienen en las manos, la colocan en el pecho de ella, tumbada, apoyada en el hombre. Se miran.

El bebé tiene los ojos abiertos, oscuros, brillantes, serenos. Húmedo y cálido, desprende vapor en el fresco de la madrugada. El hombre se va y regresa con una piel para cubrirlos, a ella y al bebé, los arropa. Las abraza. Ella abraza a la pequeña y abraza a su hombre con la mirada, con la sonrisa. Él también sonríe.

Esa noche han nacido los tres. La bebé, la mujer-madre, y el hombre-padre. Los tres.

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Ana M.A.

Gracias, amor, por ser árbol en el que sostenerme.

 

Publicado por anavuela

Psicóloga y psicoterapeuta. Terapeuta Corporal Integrativa. Terapia individual y de familias, Crianza consciente.

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